Aminata Dramane Traoré
Mandela es un hombre extraordinario. Un hombre convencido y valiente que supo liberar a su país. Un hombre que devolvió la confianza a su pueblo y a todos los pueblos oprimidos, a pesar de las dificultades. Además, Nelson Mandela es un gran hombre que supo dejar el poder en el momento adecuado. Eso es importante, porque los héroes de las luchas de liberación nacional que se aferran a su proyecto acaban como Mugabe desde el momento en que se obstinan en creer que es posible una evolución distinta de la subordinación a las grandes potencias. Mugabe no tuvo la oportunidad de abandonar a tiempo. Y lo está pagando caro.
La cuestión que nos planteábamos y nos seguimos planteando actualmente es la gobernabilidad de nuestros países por los hombres que pretenden permanecer adheridos a su pueblo. El hecho de que se celebren los noventa años de Mandela en el momento en que Mugabe se enfrenta a su destino, impone este tipo de comparación. Se trata de dos hombres excepcionales. A uno se le insulta y se le cubre de fango mientras al otro se le ensalza y aclama con grandes homenajes como el gigantesco concierto que se celebró recientemente en Londres en su honor.
La comparación no es baladí. Pero la lección que debemos meditar, una vez más, es la posibilidad de transformar un país, de seguir adherido al pueblo en un mundo sometido a las exigencias de las instituciones financieras internacionales y las potencias occidentales.
De todos modos, a la vista de lo que sé de las prácticas de dirigentes africanos elegidos democráticamente, es evidente que se burlan de nosotros. Dar la impresión a todo el mundo de que las elecciones son el principio y fin de la democracia, cuando los que salen de las urnas son incapaces de rendir cuentas ante sus pueblos, es decepcionante. Hoy nos corresponde a nosotros, el pueblo africano, juzgar el sentido de la democracia y los fundamentos del linchamiento de alguien como Mugabe quien, ciertamente, ha cometido errores; pero hay que decir todo lo bueno que hizo por su pueblo. Tanto en términos de educación como de nivel de vida y sanidad. Pero también, y sobre todo, por la amplitud de miras que demostró para proclamar que los negros de Zimbabwe nunca tuvieron los mismos derechos económicos que los agricultores blancos.
Olvidar este aspecto de la realidad del sur de África es engañoso. Son rematadamente ingenuos quienes piensan que Tsvangirai tiene un programa distinto de la apertura comercial total de Zimbabwe.
De Mandela a Mugabe, pasando por los demás jefes de Estado, nunca llegamos al final de nuestros esfuerzos en cuanto a la transformación social, económica y política de nuestros países debido a la naturaleza exógena de las reglas e instituciones. Pasamos más tiempo «aprendiendo» democracia que estudiando la forma de organizarnos localmente para liberarnos.
Ahora se pretende hacer una comparación entre Mandela y los dirigentes africanos actuales. Yo no pondría el debate en estos términos. Porque la historia del apartheid y la naturaleza de la lucha han cambiado. En la actualidad nos enfrentamos a un enemigo invisible. Con el apartheid estábamos frente al opresor. Nos maltrataban, de hecho, simplemente por el color de la piel.
Pero actualmente el apartheid es mundial. Los muros que se erigen frente a los emigrantes africanos y nuestros países subdesarrollados, las directivas de retorno de los inmigrantes que acaba de adoptar la Unión Europea y la incapacidad de esta organización, que imparte lecciones, de reconocer el derecho de los pueblos de Europa que reivindican una construcción europea diferente del mercado total, demuestran que la democracia no existe ni allí ni aquí.
Los conceptos de democracia, buena gobernanza y derechos humanos sólo se utilizan para anestesiarnos. Por eso cuando piden cuentas las grandes potencias, los Estados más virulentos e intransigentes en el juicio a Mugabe –es decir, George Bush, Gordon Brown y los demás-, hay para preocuparse. ¿Qué derecho tienen los que tienen las manos manchadas de la sangre de los iraquíes o los del G8 que organizan el saqueo de África, a decir quién es quién en África y lo que debería hacer cada uno?
Hoy propongo una reflexión sobre la naturaleza de los contrapoderes en África. ¿Quiénes componen la sociedad civil? ¿Qué pueden hacer? ¿Quiénes son los opositores? ¿Qué tipo de sociedad proponen? ¿Acaso se ha intentado, en este lado del continente, hablar de la naturaleza de esos proyectos? Corresponde a los medios de comunicación y a las organizaciones ciudadanas dignas de ese nombre formular todas estas cuestiones.
Si Mandela también hubiese tenido la oportunidad de permanecer en el poder durante tanto tiempo como fuese posible, por una razón u otra, ¿recibiría el homenaje que se le rinde actualmente?
No se puede dejar de admirar a Mandela por su lucha. Pero la cuestión de la ejemplaridad, la fuerza del ejemplo, exige las mismas circunstancias. La naturaleza del capital mundial, rapaz y violento, sólo tolera a los que tragan con todo. Mandela se fue en el momento adecuado. Mbeki, con el NEPAD y el Renacimiento africano, da la impresión de ser un enlace con un orden económico mundial que rechazamos. Pero el propio Mandela habría tenido las manos atadas si hubiera debido hacer frente a las grandes instituciones internacionales y a ciertas fuerzas progresistas que lo apoyaron en su época pero que actualmente son liberales.
Por lo tanto no se puede examinar la naturaleza del poder sin tener en cuenta el entorno global en el que evolucionamos. Y dicho entorno está condicionado esencialmente por el mercado y la lógica del beneficio. Cualquier dirigente africano que no acepte este juego, dadas las relaciones de fuerza actuales, acabará en la picota. En Sudáfrica, como en la inmensa mayoría de los países africanos, padecemos las políticas de apertura comercial cuyas consecuencias deberían ser inadmisibles para las supuestas «democracias occidentales»
Original en francés: http://alternatives-international.net/article2324.html
Fuente: http://www.rebelion.org
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