jueves, 31 de enero de 2008

UN ARTÍCULO INTERESANTE












Una inmigrante ecuatoriana victima de la ola racista.
Ella perdio su bebe
sin que nadie la ayudara mientras
estuvo detenida.
Foto: Corresponsal
Esta es la ciudad donde nadie se siente
extranjeros, excepto las escuelas, los
parques infantiles, los centros deportivos.
Representan una simbiosis étnica en el mundo.
Foto: Corresponsal

Matices
Entre la razón y la emoción en tiempos de xenofobia
Olga Imbaquingo
Corresponsal en Nueva York

Nueva York nunca me ha hecho sentir extranjera, excepto cuando esa condición me la impongo yo por el acento y por mi lengua testaruda. En esta ciudad vive gente de todos los países del mundo, que incluso somos mayoría los venidos de cualquier punto del planeta y los hijos de esos que llegaron antes.

Solo hay que vernos los rostros y escuchar esa exquisita sopa de idiomas. Ya quisiera hablar o al menos entender algunos de esos lenguajes. Pero que de eso no se entere Minuteman Project o la mayoría de los candidatos presidenciales republicanos, quienes prometen guerra sin cuartel contra el español y cualquier otra lengua.
Está bien que el inglés sea la lengua oficial, pero ¿por qué prohibir otras que hacen el gran favor de convertir a Estados Unidos lo que es?: el país más multicultural del planeta. Pero son malos tiempos para el español y para el chino, el coreano y para los que lo hablan también.

Cuando escucho y leo sobre la discriminación en contra de los inmigrantes en Estados Unidos o como lo último en Barcelona, España, contra una joven ecuatoriana, y la hemorragia de insultos y desprecio hacia los ecuatorianos que leí hace poco cuando el diario El Tiempo de Bogotá invitó a los lectores a opinar sobre la xenofobia en contra de los colombianos en Ecuador, siento que a mi individualidad esa corriente no le topa pero sí me atañe como parte de un colectivo multirracial sin importar de donde se venga.

Lo único que me viene a la memoria es una anécdota en el invierno del 2002. Esperaba en la puerta de un edificio a mi hermano y para evitar el golpe de las ráfagas de viento me cubrí la cabeza con un chal al estilo Benazir Bhutto.

Eran los meses posteriores del 11 de septiembre y la paranoia neoyorquina había empujado a muchas mujeres musulmanas, felizmente solo como un mal momento temporal, a ocultar su velo. Así que al guardia del edificio de enfrente mi larga espera en el mismo lugar y mi chal en la cabeza le hizo pensar que “en algo sospecho andaba”.


Aquí mujeres de la India, pero también las africanas o las musulmanas se exponen sin peligros con su forma de vestir, una forma de expresar su cultura y origen..

Solo lo supe cuando lo tuve frente a mi asaltándome a preguntas. Me asustó, me ordenó abandonar el lugar, pero no me moví. Fue mi hermano cuando, al fin llegó, quien fue a reclamarle su actitud y él sin remilgos le dijo que mi larga espera, pese al frío, y mi chal le llamó demasiado la atención, pensó que era musulmana. Mi hermano le encasquetó en la cara: ¡racista!

Eso sin contar las veces que en los aeropuertos de Boston o Washington siempre me ponen en la fila de los “requisables” y de los merecedores de un doble detector de metales, me quitan el frasco de perfume, la pasta dental y la crema de la cara, aún así no me he sentido sospechosa solo por el hecho de ser inmigrante. Más bien lo he asumido como parte de la rutina.

Pero hay un no se qué en el aire que me hace oler que algo está cambiando y por primera vez directamente sentí que una mirada frontal me espetaba en la cara: ¡inmigrante!, o quizá me estaba diciendo ¡ilegal!, o mucho más denigrante ¡alien!, una palabra con la que los xenófobos se llenan la boca para calificar a todo lo que pinta extranjero.

Ocurrió en uno de esos populares y para mi gusto aburridos diners (restaurantes de 24 horas que aunque sea las tres de la tarde sirven el desayuno). Los diners son parte muy arraigada de la cultura estadounidense blanca y tengo la impresión que son los preferidos de los jubilados, pues siempre los sábados y domingos están llenos de ellos

La mujer de mediana edad no dejaba de increparme con los ojos. ¿Icreparme qué?, si yo estaba tomando mi café en la mesa contigua con unos amigos.
Si hay algo que me molesta de algunos chinos, latinos y a veces de los negros en el tren es que hablan a gritos sin respetar a los demás, así que me he autoeducado para hablar con la seguridad de que nadie me pida que baje el tono de mi voz. Por lo tanto no era mi acento. ¿Entonces qué era? No lo sé.

Ella seguía mirándome con un notorio desprecio y sus acompañantes también hacían lo mismo. Al salir caí en cuenta que yo era la única cabeza negra y de tez trigueña en medio de un mundo de rubios y blancos. Y era Suffolk, uno de los condados donde la xenofobia es rampante. Tal vez esté equivocada, pero aquella experiencia la asumí como la primera actitud de rechazo a mi origen.

Es en esa zona donde se hacen redadas a las madrugadas y se expulsan de sus propios hogares a esposos en pijamas, mientras los niños y las esposas lloran y suplican. Se los llevan a pretexto de que son delincuentes, solo para después comprobar que el único delito es no tener documentos, pero igual da, ya están en la fila de la deportación. No volverán a ver a sus familias.

Las licencias de conducir que les ofreció el gobernador de Nueva York, Elliot Spizter, era como un nuevo amanecer para estos cientos de miles de personas que la pobreza y corrupción en sus países y un sistema de inmigración completamente roto los condenó a las sombras, pero habitantes como la mujer que me clavó la mirada de odio, lograron que los indocumentados se quedasen sin esa identificación. “Han conseguido que a esos pobres lavadores de platos y con pobres salarios se parezcan a Bin Laden”, dijo Spizter, cuando anunció que se declara perdedor y que no insistirá más en la batalla.

A mi me cae bien Spizter. Su plan abrigaba las esperanzas para aliviar en algo una situación insostenible. Siempre lo escuché y lo vi dispuesto a dar guerra en cualquier empresa en la que se embarcaba como Fiscal General a favor de los desfavorecidos, sin importar su estatus migratorio, pero hoy es político y ese detalle cuenta en el tablero, más en tiempos de campaña política en Estados Unidos.

Si Hillary Clinton es la nueva presidenta no habrá licencias de conducir para los inmigrantes indocumentados lo dijo con un NO que no admitía contrarréplica en el último debate en Las Vegas. Así zanjó el fiasco del debate anterior, donde sus rivales la avasallaron. ¿Por ser mujer? No, no fue por llevar faldas, fue por su ambigüedad en tantos temas como la inmigración.

Sí apoyo al gobernador Spitzer, dijo, en su anterior debate y minutos más tarde agregó que quizá no apoyaría la idea de otorgar licencias a los indocumentados, para luego decir que quizá el sistema de diferenciación para la entrega de licencias era lo mejor, cuando era un hecho que xenófobos y portavoces de los inmigrantes se oponían a crear un tipo de licencia solo para indocumentados. Ningún político se atreverá ni siquiera a tantear con el dedo gordo del pie que tan caliente está el agua de la oposición, las licencias solo fue un sueño.

Fuertes vientos de xenofobia recorren por todo el país y déjenme decirles que no son pasajeros. Republicanos y demócratas solo prometen mano dura en la nueva administración, mientras la muralla en la frontera con México se extiende al igual que el muro mental que mató a la ley de inmigración.

Pienso en Patricia, pobre de ella, sin inglés, sin un trabajo bien remunerado y con hijos que atender se sumó al grupo de los que con sus testimonios dieron suficientes argumentos a Spitzer para que se renueve la entrega de licencia de conducir. No tuvo miedo de exponer su rostro a los canales de televisión y a los fotógrafos para celebrar el día en que anunció que ese soñado documento volverá a ser realidad.

Ya tenía planes para a partir de enero mejorar su rutina en el trabajo y con sus hijos, gracias a que podría volver a conducir su auto. El carro seguirá parqueado, Patricia no tendrá licencia mientras el país sufre su último asalto de xenofobia, dividido entre la emoción y la razón, pero conste también que hay millones de estadounidenses que les encanta nuestro acento, nuestra comida, nuestra responsabilidad en el trabajo y nuestros valores.

En la sobremesa de la cena comentamos las últimas novedades de los noticieros. Ese momento Lou Dobbs de CNN por enésima vez está destilando veneno contra Spizter por su audacia de pretender darles las licencias a todos esos mexicanos, ecuatorianos o colombianos que, a su entender, no tienen mucho de diferentes a Bin Laden. “Gosh… al menos nosotros tenemos papeles”, dice el compañero con quien comparto la renta del departamento. Yo me digo, “al menos ese es un consuelo” (personal).

Fuente: Periodico El Comercio

No hay comentarios: