domingo, 30 de mayo de 2010

"EL MENSAJE DEL HADA". RELATO EN HOMENAJE AL DÍA DE CANARIAS.


EL MENSAJE DEL HADA

A mediados de los años 40 del siglo XX, mi pueblo era un lugar verde, lleno de tierras de cultivo sembradas de papas, de trigo, de chochos, árboles frutales de todo tipo, higueras frondosas, tuneras, y demás verde y exuberante vegetación de laurisilva y pinar. Formando un tapiz de esperanza de olor puro a monte y libertad, donde mi padre y muchos otros vecinos del lugar se encargaban de recoger la pinocha y transportarla en camiones a las plantaciones de plataneras y para el ganado, entre otros usos.

Este verde esperanza que daba nombre a mi pueblo, contrastaba con las penurias que todavía muchas familias pasábamos, el racionamiento de la comida, la falta de ropa y las secuelas de la Guerra Civil y el miedo que mi padre nos inculcaba, al igual que el resto de los vecinos, a callar y morderse la lengua ante la Guardia Civil y los Grises, que por mucho que uno supiera que tenía la razón , había que callar y hacer de tripas corazón, para no acabar en una cuneta o desaparecido en el fondo del mar.

Mi padre siempre, además de buen hombre, fue muy alegre y sociable con todo el mundo, de muy joven me contó que fue puntal en un equipo de lucha canaria, y que le salían pretendientas a montones. Pero que ninguna le llegaba a los talones en belleza e inteligencia a mi madre Angustias Martín, a quien mi padre conoció un día en un baile celebrado en Las Rosas, el barrio del municipio donde vivía ella. Y fue a partir de ese encuentro cuando mi padre se propuso conquistarla. Y después de las protocolarias pedidas de mano acabaron casándose en la Iglesia de la Concepción de La Laguna el día de los enamorados de 1914. De esta unión nacieron mis hermanos mayores: Aurelio, Nicasio, luego yo, Libertad, en 1922, Ignacio que en 1926 murió de Tosferina con sólo dos añitos. Aquel día fue la primera vez que vi a mi padre llorar destrozado junto a mi madre y el resto de mis hermanos, pero este trágico fallecimiento sólo era un anticipo de lo que nos quedaba por sufrir.

Los años de la Segunda República nos dieron un respiro y mis padres hicieron todo lo posible para que aprendiéramos a leer y escribir. Aquellos años fueron los más felices de mi infancia jugando al Tejo, con los carritos que mi padre nos hacía con latas de sardina. Aprendiendo a ordeñar el ganado, jugando con los baifos y saboreando el delicioso Beletén con migas de pan. También nos subía pescado fresco, viejas, sargos, morenas de la costa de Boca Cangrejo, donde vivía mi tío Nicasio y mi primo Abelardo, quien más tarde se casaría con mi hermana mayor Amalia. Sin duda a pesar de que nuestra infancia estuvo llena de carencias materiales, algún que otro piojo, zapatos y ropa remendada, fue una infancia llena de cariño, afecto y amor familiar y vecinal. En general, aunque había algunas excepciones, todos los vecinos éramos una gran familia y nos apoyábamos en todo.

Otro día memorable fue la llegada al mundo de mi hermano Matías, en el año 1934. Mi hermano Matías protagonista indiscutible de la historia que ahora procedo a relatar. Para muchos podría ser fruto de la fantasía de un niño de diez años que hizo hasta lo imposible por hacer sonreír a su madre, de hecho cuando nos lo contaba nos lo tomábamos a risa en casa y apenas le pusimos atención, pero ahora, con el pasar de los años y casi siendo una mujer nonagenaria, creo que lo que contó mi hermano fue totalmente cierto y que gracias a él mi madre regresó de la muerte en vida y volvió a sonreír tras cinco años de vida vegetal, desde que ya casi al final de la Guerra Civil le comunicaron la muerte de mis dos mayores hermanos en el frente.

“Matías Mirabal Martín, dijo el maestro con severidad mirando al resto de los niños de la clase. Nadie contestó, todo el mundo guardó silencio. Los niños se miraron unos a otros, como si con esas miradas quisieran dar a entender al profesor, el Padre Jeremías, muy severo y recto sobretodo con el uso de la regla en los nudillos, de que nada sabían de los novillos que había hecho por enésima vez su alegre e inquieto compañero Matías…”

Matías estaba muy lejos de allí de la escuela. Matías ya disfrutaba del aire de la costa con su tío y padre en Boca Cangrejo. El niño, más vivo que una tea, había aprovechado para hacer novillos tomando como excusa un fuerte dolor de tripa en la mañana, y sabiendo que Doña Estebana “La Curandera” le iba a mandar a purgarse con agua de Boca Cangrejo para aliviar el dolor, después del santiguado y la taza de pasote, había planeado un día especial para pescar y buscar una solución para hacer sonreír a su madre.

Su madre, que vivía postrada en su cama desde que supo de la muerte de dos hijos en la Guerra sin que ningún rezado de Doña Estebana le hiciera efecto, ya no se sabía que hacer con ella. Sólo quedaba rezar para que no empeorara y acudir a un “animero” de Los Realejos a ver si podía reconfortarla.

Matías quería mucho a su madre, recordaba muy bien como le cantaba nanas, isas y folías mientras le acariciaba el pelo y la abrazaba al terminar la faena en la Era. Pero esos recuerdos ya estaban lejanos, sólo duraron cinco años, y los restantes su hermana Libertad, todavía soltera, había tomado el lugar de su madre enferma para cuidarlos, a él y a su padre. Pero Matías confiaba y vivía por una sola ilusión, volver a ver a sonreír a su madre.

Al estar ese día la mar revuelta, tío Nicasio y papá decidieron ir a visitar a unos parientes al barrio de Machado y aprovechar de paso para coger y degustar unos sabrosos higos tunos. Durante el trayecto, pedí permiso a papá para ir a la Casa del Pirata a jugar con una niña de mi edad, que se hospedaba con sus padres historiadores, venidos del extranjero para investigar el pasado afamado corsario y que se hospedaban en casa del Padrino Telesforo.

La niña, llamada Kristen, me cayó muy bien, desde el principio fuimos a la casa a jugar, yo era el Pirata y ella era la Dama, la salvaba siempre de los malos. Lo pasamos muy bien. Papá me había dicho que decía la gente por allí cerca historias fantásticas acerca del Pirata Amaro Pargo. Éste había escondido el Tesoro y por eso la casa estaba siendo desvalijada. Entonces yo pensé que si encontrara el Tesoro lo cambiaría todo, se lo donaría a la iglesia, en promesa a la Virgencita de la Esperanza para que curará a mi madre, o al alcalde Don Manuel Quintana con tal de que me ayudara a hacer sonreír a mi madre, que estaba muy malita.

Pero entonces Kristen me habló de las hadas, unos seres mágicos que se aparecían sólo ante los niños al atardecer y que te concedían un deseo si eras un niño bueno y lo pedías de corazón.

Yo me alegré y espere con ilusión hasta que atardeciera. Entonces ví al hada entre las tabaibas. Era una hermosa mujer llena de luz, con unas alas celestes y destellos dorados. Ella me preguntó: ¿Cuál es tu deseo, Matías? Yo le respondí: Quiero, señora hada, que mi madre, que está muy malita, vuelva a sonreír y se ponga buena. A lo cual me contestó: Tu deseo es noble, pero he de probar tu valor. ¿Serías capaz por ver curada a tu madre arrancar una Gorgonia Roja del fondo del mar, aún sabiendo que la estás matando y que perdería su belleza al subir a la superficie para entregármela? Sí, claro que lo haría, respondí. ¿Serías capaz de traerme una Violeta del Teide, que crece a las faldas del gran volcán, aunque le arrancases la vida para traérmela a mí? Sí, si lo haría. Ella contestó: Se ve que eres un niño noble y valiente. No te preocupes, no tendrás que hacer ninguna de las dos cosas, sólo quería saber hasta donde serías capaz de llegar para curar a tu madre. De todas maneras debes saber pequeño que, para obtener un gesto noble, nunca debes hacer daño a ningún ser vivo. Sólo te estaba poniendo a prueba. Ahora vete con Kristen y no contéis a nadie que me habéis visto. Sólo podrás hablar de mí y tu madre curará pronto. Nunca debéis decir mi nombre porque acabaríais con mis poderes, y las brujas me matarían con un maleficio.

El hada también le aconsejó al pequeño Matías que rezara todos los días por sus hermanos fallecidos, para que sus almas se reconfortaran pronto. Luego les ordenó que volvieran a casa de sus familiares. También le aseguró a Matías que, al llegar a la noche a su casa, en el barrio de Las Rosas, encontraría a su madre levantada y contenta, cantando alegres isas y coplas, preparando un dulce frangollo y tortas de gofio con miel.

Y así fue como Matías y su padre al regresar al oscurecer a Las Rosas, vieron a Angustias de muy buen humor, llena de júbilo, preparando dulces en la cocina del hogar familiar. El padre de Matías y Libertad se quedaron atónitos a la vez que sorprendidos y felices. Sintiendo en lo profundo de sus corazones que la Virgen de La Esperanza, les había realizado un milagro y que los santiguados de Doña Estebana habían dado, por fin, su fruto.

Matías era el único que sabía que el hada le había concedido su deseo y que todo estaba ocurriendo como ella le había predicho. Estaba muy feliz de volver a ver sonreír a su madre, y tal era su dicha de ver a su madre sana que les contó a su padre y hermana lo sucedido con el hada en el barrio de Machado, pero tal como le había predicho el hada ellos no le creyeron. "Sólo al pasar el tiempo cuando se acerque la hora de partir de tu padre y hermana creerán en lo que has dicho", le había advertido el hada. Y así sucedería años más tarde cuando Libertad experimentó lo que había contado su hermano como cierto y por eso se decidió a dejarlo por escrito antes de morir.

Durante toda su vida Matías siempre recordaría aquel milagro, que lo acompañaría desde su más tierna infancia, a su juventud vivida en Venezuela, donde emigró muy joven como tantos otros canarios buscando una mejor calidad de vida . Impregnando su vida de sencillez y servicio a los demás sin acumular riquezas ni tesoros. Porque como bien le dijo el hada aquel día en Machado al atardecer..., no hay mayor tesoro que el amor. El amor lo puede todo, hasta curar al más triste corazón.
AUTORES: Nayra del Rosario Hernández Benítez
Aarón Moreno Borges.
PD: Hemos escrito este relato como homenaje al "Matías" que todos llevamos dentro. A esa fuerza interior que tendemos a aflorar en algún momento de nuestras vidas. Muchas gracias al municipio del Rosario, y en particular al pueblo de la Esperanza y a sus vecinos, verdaderos artífices de este relato, verdaderos catedráticos de la vida con su sabiduría popular.

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