Ayer, 18 de noviembre, murió en Caracas, a los 98 años, el periodista, narrador y dramaturgo José Antonio Rial. Nació gaditano, vino al faro de la isla de Lobos de Fuerteventura veinte meses después de haber llegado al mundo, se formó en Canarias, y en 1950 lo adoptó Venezuela. Rial es miembro indiscutible de una larga nómina de escritores de frontera canarioamericanos, donde figurarían, dentro del siglo XX, Mercedes Pinto, autora de Él, la novela llevada al cine por Luis Buñuel; Josefina Pla, o Nivaria Tejera, cubana y canaria, ganadora del Premio de Novela Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral en 1971.
Esa nómina, ampliable con facilidad, participa de la doble condición de creadores de un imaginaire, como decía Maurice Blanchot, de esa suma de lo real y lo irreal que fecunda la mente de todo creador. En este caso, de creadores influidos por la doble experiencia vital canaria y americana, o viceversa, que construyeron obras donde la realidad y la irrealidad del archipiélago y del Nuevo Mundo, con preferencia el Caribe, se confunden y se refunden.
Como nos dejó dicho José Lezama Lima, "la imagen reorganiza y aúna las culturas después de su extinción", y este imaginario atlántico se ha constituido en esa otra comarca cultural americana que no se ha desentendido del todo de la otra parte del océano. Ese imaginario alude a una memoria compartida, celebrada y enriquecida por los pueblos ribereños, las islas y los archipiélagos del gran mar de Colón; a una memoria colectiva habitada de mitos, disfrazados, ocultos, subterráneos, pero jamás destruidos.
Rial pertenece a ese movimiento no inventariado de una literatura de frontera, no tanto por su producción dramática, como por su oficio de narrador, y, sobre todo, por escribir dos novelas que debieran ser de lectura obligada en las escuelas canarias: La prisión de Fyffes y Venezuela Imán. Ambas constituyen capítulos ineludibles del pasado insular inmediato: las repercusiones de la Guerra Civil en el archipiélago, recogidas con talento y amenidad narrativa en La prisión, y la difícil aventura de los emigrantes canarios en América. Rial volvió sobre los mismos asuntos en Segundo naufragio y Tiempo de espera, y en otros títulos algo más alejados, como es el caso de Jezabel. Pero se sigue considerando a La prisión de Fyffes y a Venezuela Imán como dos trabajados testimonios de la historia interior y exterior de Canarias. Dos ficciones donde la realidad se incorpora a la tarea fabuladora, para crear ese nuevo territorio de las palabras que es la literatura.
De su obra dramática se podría hablar por extenso. Desde su La muerte de García Lorca, estrenada en 1978 por el por entonces prestigioso grupo venezolano Rajatabla, hasta su Bolívar, recorrido por todos los escenarios del mundo, o Cipango, con problemas diplomáticos entre España y Venezuela, donde se demuestra que el descubrimiento de América fue una casualidad, un error de cálculo que llevó a Colón, y lleva a Rial, a través de los siglos, desde la quimera del reino del Oriente de Marco Polo hasta la sociedad contemporánea americana, donde los valores espirituales se han envilecido. La obra transcurre en un burdel denominado ni más ni menos La Madre Patria, un Día de la Raza de 1920.
Rial mantuvo durante veinte años un programa en la televisión venezolana, El rostro y sus máscaras, dedicado al teatro contemporáneo, y colaboró en la prensa venezolana con sus sinceros y radicales juicios sobre el acontecer literario de su país de adopción y de la literatura en lengua española en general. Siempre fue un hombre bravo, con muchos años de combate de todo orden a sus espaldas, añorando los charcos y los atardeceres de la Isla de Lobos, donde su padre fue farero, como lo fue en La Isleta de Gran Canaria; enamorado de las calles viejas de un Santa Cruz de Tenerife donde padeció y vio padecer a su familia; comprometido con América porque allí vivieron sus hijos y murió el más querido de sus seres, su esposa Clorinda.
A medio camino siempre, entre imágenes de ida y vuelta, con el cielo del Monte Ávila de la escandalosa Caracas en sus retinas hoy apagadas y la lejana amistad de luchadores e intelectuales como Domingo López Torres o Domingo Pérez Minik, también huéspedes de aquellos almacenes de Fyffes improvisados como depósito de republicanos indomables.
Perdemos a nuestros mejores hombres y a nuestras mejores mujeres porque la legislación del tiempo se encarga de ello, pero no hemos de perder de vista nunca la obra que nos legaron.
Juan-Manuel García Ramos es escritor y catedrático de Filología Española en la Universidad de La Laguna.
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