miércoles, 21 de octubre de 2009

IN/ E MIGRANTES

Jorge López Ave
Insurgente

I Les encantaría que trabajaran en la zafra de la fruta pero que no existieran. Que al terminar la jornada de once horas, no se les viera por el pueblo sentados en sus plazas ni deambulando por sus paseos. Los odian, no les gustan como hablan, como visten, como huelen, no les gustan sus comidas, sus costumbres, sus ocios. Los contratan porque sus necesidades cuadran con el sueldo paupérrimo que están dispuestos a pagar, en eso que los técnicos llaman el punto de cruce de la oferta y la demanda. Son “moros” y “negros”, en el lenguaje de los villanos que no conocen de historia ni de pasado, que observan a lo lejos como el empresario se sienta con sus amigos a disipar el calor de la noche, con algún combinado de cola con hielo y puro largo, en las terrazas concurridas sólo por la gente bien.
IIEl presidente de la comunidad de propietarios dijo que con la crisis estaban pensando prescindir de la limpieza del edificio. Y Margot, boliviana y aymara, hizo su trabajo como cada día y luego se encerró en el diminuto cuarto de limpieza a llorar amargamente. Al día siguiente el mismo individuo dijo que a lo mejor lo podía arreglar, que se trataba de que aceptase ganar 3 euros por hora en vez de los 5,20 que cobraba hasta el momento. Margot dijo sí sin pensarlo, y luego le apostillaron que eso sí, que sería en negro, que no cotizarían más por ella porque la comunidad estaba recortando gastos. Ella también lo hizo, empezó a venir caminando al trabajo desde la otra punta de la ciudad, para ahorrarse el transporte, y a comer un sándwich de mortadela barata, en vez de jamón cocido y queso como hasta ahora. Margot piensa que, en realidad, ir a trabajar en bus era un lujo que en cualquier momento se le iba a terminar.
IIICasi a la misma hora que un futbolista conocido de la primera división sufriera un infarto con muerte súbita, Rolando, un obrero emigrante colombiano sin papeles, pisó una llave inglesa en el andamio, trastabilló, y cayó desde el cuarto piso, muriendo en el acto. Con rapidez meteórica, las cámaras y los micrófonos transmitieron el pesar nacional por la muerte del jugador. El cuerpo de Rolando permaneció en una habitación de la Cruz Roja en espera de que algún familiar se hiciera cargo. El resto de jugadores, familiares, hinchas de su equipo, directivos y hasta políticos declararon entre lágrimas sobre la pérdida irreparable del deportista. No vino a reclamar el cadáver nadie, tan sólo tres compañeros (dos colombianos y un ecuatoriano) pasaron a verlo y a confirmar su identidad. El entierro fue, como no podía ser de otra manera, multitudinario y transmitido en directo por los principales canales de televisión, no hubo otro comentario en ciudades y pueblos durante las siguientes cuarenta y ocho horas. Un representante de un sindicato anarco negoció en el Ayuntamiento que Rolando fuera enterrado a cuenta del erario público en el cementerio del pueblo. Esto origino algún tira y afloja en la refriega política local, de hecho, el portavoz de la oposición socialdemócrata preguntó indignado “¿quién era ese tal Rolando?” “Un obrero”, respondió el sindicalista, tapando la caja.
IV Viajan en el tren de cercanías callados, sin ipod, ni mp3, ni teléfonos de penúltima generación. No vociferan, no comentan las jugadas más intensas de la liga de fútbol del día anterior, tampoco vicisitudes familiares ni noviazgos ocasionales o prometedores, no leen prensa basura de distribución gratuita. Su silencio permanente es inalterable, nadie se lo explicó pero saben que es lo mejor. Saben también que si van sentados y aparece un grupo dispuesto a meterse con ellos, se deben levantar y cambiar de vagón, y hacerlo sin chistar, ni mirar mal (ni bien), ni mucho menos quejarse. No pueden apartarse un ápice de una idea desgarradora: son privilegiados y deudores por haber llegado a un país enriquecido. Enriquecido quién sabe en qué circunstancias y a costa de qué. Preguntas complicadas para el resto de los pasajeros.
V La familia madrileña muy pero que muy burguesa, contrató a una chica ecuatoriana para que cuidara de su hijo menor. Un chico con una deficiencia cerebral severa que hacía imposible presentarlo en sociedad y, aunque no lo decían, era cuestión de ocultarlo para que no afeara a la familia en su conjunto, por lo demás, con abolengo y apellidos lustrosos. La emigrante ecuatoriana hacía su trabajo con dedicación, mantenía al muchacho aseado y paseado, comido y vestido con el mayor de los decoros. Cobraba por ello, es cierto, pero se fue encariñando con él más allá del dinero, hasta que la familia lo percibió y le hizo la propuesta: que se lo lleve a Ecuador, a vivir una temporada, a cambio de 400 euros al mes que se enviarían con rigurosidad. La chica ecuatoriana lo consultó con su familia en Guayaquil y aceptó. El dinero acordado llegó sólo los cinco primeros meses, pero al muchacho no le faltó jamás alimento y dignidad. Murió tranquilo y sonriendo casi seis años después.
Fuente: http://www.redasociativa.org/elinsurgente/modules.php?name=News&file=article&sid=17908

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